Soy unas gafas.
Podría decir que soy una de esas glamurosas gafas de Dolce & Gabanna o de Christian Dior que se pasean por la Gran Vía, o que tuve la suerte de conocer a David Beckham, pero este no es mi caso.
Mi vida no ha sido fácil, y creo que ahora que estoy en las últimas tengo derecho a hablar un poco sobre mí, ya sabéis como funciona el egocentrismo del artista.
Creo que nací en China, quizás Tailandia, aunque no estoy muy segura. El antro donde nací era oscuro y frío, probablemente uno de esos pocos lugares en los que al héroe impertérrito de cualquier película de acción se le ponen los pelos como escarpias. Jamás estuve sola, apelotonada con muchas en mi mismo estado, sin saber qué iba a ser de nosotras, dios, no le deseo esa sensación a nadie.
Un buen día, sin saber por qué nos juntaron y nos llevaron a un container. El ruido de la puerta al cerrarse fue estremecedor, el oxidado cierre de la manecilla hizo el resto, una mazmorra. Aislada del mundo, podría haber estado viajando hacia otra dimensión sin darle la mínima importancia.
Por fin llegué a mi destino, en un muelle en el puerto de no sé qué ciudad, de no sé qué país, agazapada, intentando hacerme un hueco entre miles que están en la misma situación.
Nuestro traslado fue rápido, supongo que porque ninguna de nosotras tenía los papeles en regla, y al cabo de dos días de incertidumbre ya me sacaron a la calle para hacer negocio conmigo.
A mí me tocó la desgracia de ir a los San Fermines, unas fiestas con la capacidad de viajar en el pasado, que rozan lo medieval, en donde el alcohol y las drogas transforman a cualquier honrado pintor en un horrendo orco. Pero la cantidad de animales es ilimitada, hordas de salvajes orcos, trolls de las cavernas y demás bestias que harían las delicias de cualquier fan del Señor de los Anillos.
Y entre tal fauna local y extranjera yo no tuve suerte. Fui a caer en las manos de la peor de las razas conocidas en San Fermín, el australiano. Claro que a mi chulo no le importó un carajo dejarme en manos de semejante bicho, los 6 euros que fue capaz de timarle hizo que su conciencia se permitiera el lujo de irse de vacaciones.
A partir de ese momento mi vida fue un infierno de golpes, berridos y escupitajos. Mi amo estaba loco de remate, pero es que sus amigos estaban peor. Me pasaron de uno a otro, sin enterarse que no soy unas gafas de bucear, ¡señores! ¡No sé sumergirme en un pozal de kalimotxo! ¡No nací para esto!
Mi vida cambió de rumbo cuando mi dueño se durmió (o se cayó desplomado) en un parque (o basurero) cerca de la zona de marcha (o zoológico humano). El tío estaba tan borracho que no se dio cuenta que le desplumaron de los pies a la cabeza, pobre incauto.
A partir de ese momento, tuve esperanzas, mi vida tenía que ser un poco más tranquila, acostumbrado a los zarandeos de los temidos australianos un tsunami me hubiera parecido tan leve como las olas del Mediterráneo.
Me equivoqué.
Acabé en las manos de la temida cuadrilla de Leitza. Salvajes en estado puro, adoradores del Basajaun y sabe dios de qué más. Berridos, muestras de fortaleza masculina, insultos a las mujeres para ligar con ellas, etc. eran parte del día a día. Pero lo peor fueron los toros, otra vez me obligaron a bucear en un cubo con sangría, kalimotxo y más bebidas espirituosas indetectables para cualquier químico. Por más cantidad de armas de destrucción masiva los estadounidenses invadieron Irak.
En ese momento, resignada, lo entendí, todos los hombres son iguales.
Así fueron pasando mis días, mi ocaso estaba llegando, mis pilas ya no funcionaban, mi pequeño altavoz ya no rugía, mi frágil cuerpo ya deteriorado estaba clamando por su fin.
Ayer, 14 de Julio, se acabaron las fiestas de San Fermín y mi existencia ya no tiene sentido. Pero no todo fueron malos momentos, atrás queda cuando fui joven y bella, el deseo de cualquier sanferminero, una mirada mía y caían prendados ante mí.
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